junio 30, 2009

Antónimos y sinónimos: Máquinas asesinas

Antonieta era una muchacha joven, recién recibida en la cátedra de los maravillosos quince años. Desde que llegó a la zona para suscribirse a las riendas del Señor, era conocida por su rara belleza; ya que era sin lugar a dudas llamativa, provista de una atracción seria que no parecía ser capaz de arder en las chimeneas del amor. De condescendencia no tenía nada. De las siluetas danzantes que distraían a la mayoría, solo su rostro tenía facciones netamente redondas. Todo el mundo se imaginaba su closet lleno de ropas idénticas, ya que siempre vestía de la misma forma. Se le veía combinar los juegos de blue jeans clásicos ceñidos al cuerpo con pequeñas carteras atigradas de señora y unas afiladas uñas brillantes, remarcadas en las puntas de color blanco. Eso hacía de ella una chica de un humor imponente, llamativo como se dijo y casi sexual. Daba la impresión de ser una tigresa adolescente en su primer celo, dejando que los machos sientan su espeso olor y se le acerquen tímidamente queriendo olerla también antes de pisarla. Y así fue. Poco a poco fueron cayendo las moscas al plato de sopa. Los hombres se amontonaban en largas filas para ingresar primero al aula y poder sentarse alrededor de la susodicha, emprendían largas caminatas hasta el paradero de “Micro” del cual ella tomaba; de repente todo el mundo juró fervor a la religión y se vieron forzados a pagar el retiro con cual finalizaría todo el proceso de confirmación. Para todo esto, felizmente, Juan no se veía en la necesidad de precipitarse por Antonieta. Por más que tenía las pretensiones latentes de poder tener algo con ella, todo le resultaba sencillo ya que venía amaestrado por sí mismo como un ser especialista en la cuesta abajo del valor de la persona. Pero poco a poco se acercaron, así como se acercaban la navidad y sus rutinas oxidadas. Sus conversaciones eran más extensas desde que compartieron el mismo grupo de trabajo en una de las primeras sesiones del camuflado espiritismo.
-A ver chicos, que les parece si nos presentamos todos y contamos un poquito de cada uno. Comencemos por compartir algo básico de nosotros- dijo la animadora.
Así, cada individuo adolescente se fue presentando en diversidad de formas. Unos agazapados en su miedo al hablar en público y otros distraídos por la presencia de Antonieta. En eso, fue el turno de ella.
-Bueno, mi nombre es Antonieta Córdoba, vivo en La Molina, tengo 15 años y estoy en quinto de secundaria-. Suspiró un poco entre una sonrisa picaresca y le pasó el turno a Héctor.

-Me llamo Juan, vivo aquí a unas cuadras y estoy súper emocionado de estar aquí ¡Gracias!-.Dijo sin poder ser más irónico e indiscreto, pasando su mirada por sobre ella con un sonrisa. Algunos se rieron y si se sintió bien, no fue por eso. Él sabía que Antonieta presumía que la última escena tuvo que ver consigo misma y ello era lo que le importaba. La mirada de Juan lo había dicho todo de la manera más acomodada y fresca. Misión cumplida: era lo único que necesitaba. Poco a poco se iban acercando más y más.

Bordeando las diecinueve horas por la noche, luego de las sesiones, Juan acompañaba a Antonieta a tomar su colectivo al paradero, dejando atrás a los rastreros bulliciosos. Mientras ella se tomaba las palabras de Juan más a pecho y muy en serio ante los ojos de este último, él se frotaba los dedos, haciendo un alarde mudo de sus buenas predicciones. Pero la mujer sólo absorbía por sus ojos, ya que en verdad ella pretendía las pretensiones de Juan. Ella entendía sin saber. Ellos sólo se querían tener.
En momentos de lucidez, él se preguntaba que de bueno podría tener en el fondo esa chica como pareja. Empezaba a detestar por completo las ideas de una indefectible formalización, para abrirle paso a los planes de un negocio temporal, de casi nula responsabilidad. “Claro, se pueden hacer malabares, pero, a ojos cerrados, no me pega tener que invertir por ella. Hay más por hacer” pensaba el hombre. Por todos sus lados era una relación de baja calidad o peor que eso, de poco valor para él. Lo único cierto hasta el momento, era que su estadía con Antonieta era más que evidente en las sesiones espiritistas y eso no le convenía, ya que tarde o temprano los rumores iban a alcanzar los oídos de Beatriz.

De pronto un día llegaron los primeros vestigios de su caída en el hueco. Mientras la tarde se iba despidiendo de Antonieta y de Juan por en medio de la plaza que conducía a la parroquia, empieza a asomarse una silueta conocida por el hombre como una desproporción ventajosa y agradable pero de injusta medida para esa edad, de un caminar muy particular. Beatriz se acercaba con supuesta indiferencia a la escena que se desenvolvía entre los jóvenes que llevaban consigo la tragicomedia. Ella los vio de reojo y no pudo evitar seguir siendo indiferente, ya que si no era así, iba a delatar sus contundentes celos; así que sólo miró fijo a Juan rápidamente y con su mirada redundó diciéndole “Te vi”. Juan se sentía como una imagen mítica, crucificada y con la frente marchita. ¿Qué podría decirle luego Juan a Beatriz cuando ésta le pregunte en su cara, y seguramente en chacota, si anda en guiñes con Antonieta? Ciertamente no tenía respuesta pero se sentía plácidamente acorralado. Para él era agradable sentir los tibios celos de Beatriz en su pecho; hacía que su mente volara sin límites al saborear la multiplicidad de sus rostros, la frialdad de sus disimulos, la gracia y sutileza del convencimiento, la agudeza de su vista para saber lo que se sentía allá afuera y cuando eran los momentos precisos para atacar.


El marchar de los días hacia la navidad era cada vez más sonante y con eso, un aire espeso venía siempre a no dejarlo respirar en paz. Por otro lado, la cosa con Antonieta iba fuerte. Ellos empezaron a tener encuentros furtivos en la casa de la susodicha, en donde el “calor humano” era latente como en sus más profundas venas.
Definitivamente, Antonieta era toda una máquina lechosa de un poder que sólo su juventud podía dar y de un olor embriagador y espumoso, que daba la sensación de haber bebido un champagne barato de exóticos resultados. Su cuerpo era esponjoso, agraciado y pecoso. Su rostro no era el más alto de los anhelos, pero tenía finura al interpretar el delirio de ser mujer. No obstante, ella contaba con una voluntad y fuerza singular, pues, Juan a su corta edad no había sido cómplice de tal energía sexual de un carácter prácticamente infinito; muchas veces él no sabía hasta donde podían llegar su ganas y eso era precisamente más divertido. Cuando le llegaban sus momentos de mayor goce, sus mejillas y pecho se tornaban de un color rojizo que resaltaba más sus pecas por unos minutos como un cielo de bóveda estrellada y luego se iban apagando hasta quedar con una tonalidad rosada. Juan lo sabía muy bien, teniendo en cuenta que sus pares eran la influencia máxima de su placer. Ver su pecho encendido como dos bombillas de fuego lento al tenerla sujetada por la por cintura, era su medalla póstuma ante la sincronizada rendición de sus fuerzas y el acabose de su fruición junto con Antonieta. Pues, esa era la ventaja de las pieles blancas: Son como un arco iris de tonalidades rosa.