diciembre 21, 2009

Antónimos y sinónimos (4): Comunicación Avanzada II

Él se encontraba en el estado analgésico máximo, con el carácter oficial de la mancomunada estadía de la buena cosecha de una plantación de droga. Mientras cortaba las flores de los campos elíseos, junto a Lucrecia, rebosante de la espuma acalorada del trigo y cebada, una llamada interrumpió su velada lúdica. El móvil (de Juan) empezó a vibrar, moviéndose de un lado a otro, en la mesa del costado de una cama de azar. Ambos involucrados se detuvieron, se miraron fijamente y se trasladaron, cada uno por su lado, y por unos instantes, a sus verdaderos trabajos de profesión. Los temores más fuertes, como ser conocido como “pendejo” o ser señalada como “mujerzuela”, se apoderaron de los jóvenes, ante la probabilidad de perder sus respectivos hogares, que era, en sí, su temor más grande. Juan ve un número público y empieza a barajar una serie exageradamente reducida de posibilidades, y al contestar, escucha una de las voces más célebres que ha podido conocer en su vida. Era Beatriz y estaba llorosa. Se oía a congoja, pero ninguno pronunció palabra alguna. Después de más o menos diez segundos de silencio, ella le cuestiona su actual posición.
- Hola… ¿Qué haces?
- Estoy en…-fingiendo modorra y dudando un segundo, prosigue-Estaba durmiendo… estoy en casa.
- Ah, ya…ehm… ¿Cómo estás?
- Estoy bi- dice sin poder completar la oración. Los chillidos del teléfono público empezaron a sonar como disparos, haciendo un conteo regresivo. Se agotaba el tiempo de llamada. Juan solo esperaba que dicha conversación terminase sin que ella (Beatriz) le pidiese un encuentro en tal apretujada altura de la noche –su noche-.
- Disculpa que te haya llamado. Cuídate mucho ¿Ya? Juan balbucea un poco, quemando los últimos segundos, y de repente, el silencio es cortado por la señal de vacío del mismo teléfono. La llamada había finalizado.


Cada droga tiene un efecto particular en cada persona, en cada consumidor. En el caso de Juan, actuaba como un desfiladero de tensiones y de situaciones de enojo, en donde el fondo era una trampa, o un hueco en su defecto, de una profunda oscuridad que daba una sensación de locura. Daba lugar también a alucinaciones, a visiones ambiguas, a figuras amorfas -imperfectas-, de a modo que en la nada –en el vacío- se podía crear el todo –ficticio-. Era una incertidumbre y un miedo extremo que proporcionaba una emoción, una excitación y una pasión de tamaño colosal; era el simple hecho de partir de cero, sin ninguna idea y armar un árbol de posibilidades, a puro sudor de cabeza, y que del cual, solo se tomarían las ramas más gruesas y frondosas, llenas de miel, de azúcar y de melosa; para que simplemente al final sean lanzadas a un horno caliente y se hagan trizas olorosas. Ese es el placer de ver el esfuerzo hecho fuego y cenizas. Hacer de un acertijo un secreto, y de su recóndita respuesta, una burda mentira. Tal, era la fuente del placer, acompañado de experiencia hacía los infinitos sentidos.
En casi todos los posibles sentidos, Beatriz no era humana, en efecto. Ella era un humanoide capaz de asimilar los sentimientos humanos a la velocidad de la luz, con la luminosidad que precisamente la caracterizaba. Ella era una hoja en blanco que fue dada a un humano voraz y codicioso, que la usó como borrador de una gran vida de paralelismos y de ensayos, de experiencias potenciales y aritméticas. Ella era para él, lo nuevo que estaba hecho para su uso exclusivo; era el hogar, la base, su mundo, el centro de todas sus operaciones, era como su Madre y su hija a la vez. Era ella la que lo reprendía y lo castigaba, haciéndole entender. El resto eran solo cosas usadas para usar o cosas nuevas para coleccionar y/o almacenar. Esto la hacía diferente en su razón de ser y de actuar. Ella no era una droga, a pesar de que comenzó siéndolo para Juan como su finalidad. El efecto causado en él, fue el más terrible de los temblores y a su vez, fue el más largo de sus procesiones. En realidad, Beatriz nunca provocó un efecto narcótico sobre Juan. Por todo lo contrario, le hizo conocer la propia esperanza de poder dejar de ser un drogadicto acérrimo, de poder llegar a ser un hombre de verdad y de combatir a su peor enemigo: la mentira. El plan inicial era succionar su esencia y por eso fue que la tomó e intentó coleccionarla. Pero ¿Cómo podría coleccionar al verdadero inicio de su propia vida, si es precisamente su punto de partida? El inicio es el inicio, y no hay nada más. “Lo que se está hecho para usar, debe ser usado” pensaba él. Pero del dicho al hecho, había un largo trecho. Juan no la usaba, como él creía. Juan solo se nutría de ella –aprendía- y lo hacía de la forma impensada. Daba vueltas sobre su derredor como un guardián. Como un auténtico guardián que no permitía que nadie la tocase, ni siquiera él mismo, a menos que sea para embriagarse de su límpido olor. El solo usaba sus mejores drogas para saciar su sed, para conocer el todo –el vacío-, y con eso menguaba su dolor. Un dolor que sabía de donde provenía, mas no sabía que era lo que le dolía con exactitud. No podía describir algo así, tan velozmente, estando ese algo fuera de sus propias capacidades; pues nunca antes lo había conocido. Era imposible que alguien, siendo el mortero de la esencia humana, enemigo de muchos, pueda dar amor de verdad. Quizá si, bienhechor de mentiras, pero jamás como se debe dar. El no sabía amar.
Beatriz, como humanoide, no era perfecta y él lo sabía. Ella también era humana y eso tenía consecuencias. A Juan se le iba agotando la sangre, tanto como sus años de vida agitada y moderna, perdiendo su color característico cada vez más al derramarse. En tal transcurso, él no se daba cuenta de tal herida, de tal sentencia. Él era hijo, y debía sucumbir entre las entrañas de su Madre antes de nacer, siendo amoldado a golpes por su rebeldía a ser presa de un vientre materno, que le cerraban y atolondraban los ojos tiesos y avispados, todo para poder abrirlos de nuevo con una mirada espacial.

Justo poco tiempo antes de que la relación de Juan con su último negocio terminase, apareció una mujer. Él se encontraba aún crucificado, con las manos llenas de olor a sangre y sudor, y esto no le permitía mecanizar alguna otra idea. Más, no podía. Las circunstancias y las exigencias hedonistas del último negocio fueron tales, que no hubo manera ya de poder dividirse más –en el mundo de los negocios-. El no podía atender dos urgencias a la vez: una mujer en un incendio por un lado y otra en desamparo. Así que le resto importancia. Pasaron unas semanas desde el descenso de la cruz y Juan venía meditando en su dormitorio frente a su PC, apoyando su cabeza en su mano, y a su vez esta, en el escritorio. “Esta mujer es muy interesante –pensaba Juan al conversar con ella vía Internet- y es comunicadora también…que curioso”- y concluyó con unas carcajadas. Pues esto era cierto. La mujer que estaba al otro lado de su pantalla, se ubicaba en una parte opulenta al sur de la ciudad, con una mayoría de edad de estreno y una brillante pasión por la sociedad. No la conocía personalmente, pero su temperamento hecho lenguaje, denotaba un cierto aire juicioso y de cabales. La única referencia de ella era la imagen de su display, mostrándose ella en primer plano en tintes negativos y con una pequeña sonrisa rugosa, que le daba una vista muy ventajosa. Las túnicas del labor sacrificado –del sagrado oficio-, investían arguyas a los pensamientos de Juan, condensando sus más endógenos sueños, delatores de su buen actuar vaticinado. Debía moverse rápido e ir priorizando oportunidades. Juan sabía que el haber descuidado a su mujer por tanto tiempo le traería problemas. Y de tal forma sucedió. El comportamiento de Beatriz se vino abajo. Empeoraron notablemente sus arranques de cólera y de celos, de actitudes pueriles y desubicadas. Su conocido orgullo la ataba de pies y manos, y el trato de ella hacia Juan era, hasta cierto punto, insoportable. Él, a pesar de todos sus movimientos, terminaba siendo controlado por ella. Él sabía que su carácter era ante todo no participativo; ella esperaría siempre que él adoptase para sí, la mea culpa. A regañadientes, él, aceptaba; sabiendo que no tenía otra opción. Sus recuerdos de distracción lo hacían flaquear y el peso de su conciencia le tapaba la boca. Un día pelearon hasta un tipificado nivel, ya conocido por Juan. “Seguramente no la veré hasta ese día” Su día. Ante tales improperios, Juan, lastimado y ofendido, huía en busca de calmantes de cuerpo y alma, de ira y de dolor, segregando esa espuma por la boca que produce la humillación. Pero se dio cuenta que su actual droga se hacía ya acreedora de ciertos derechos y se oponía a ser manipulada, adoptando cierta inteligencia –para ver más allá de lo evidente-. “¿Qué rayos…? Esta mierda se acabó. No sirve”. La consecuencia fue tradicional y evidente. “Al fin y al cabo ya estaba aburrido de esas drogas. No tengo más que hacer ahí” Pensaba el hombre, alimentado por la sombra de una misteriosa mujer.

Ante la inminente soledad, por el temporal distanciamiento con Beatriz, producto de la última pelea, la estancia con su último negocio no era rentable, ya que, con toda esa libertad y tiempo disponible, ante la ausencia de la capital, podía darse una vuelta por la ciudad de provincia, a exponerse un poco, y ver quien se acercaba a su tienda. “Pronto un hueco o una trampa, caerá en esta trampa” Se decía a si mismo, despreocupado por completo de su futuro laboral –de negocios-. Solo tenía algo en mente: “Debo buscar un lugar, mientras tanto, para poder pasar la noche”.
(http://visiondelvacio.blogspot.com/2010/04/pobre-nino-acaramelado_328.html)
Juan finiquitó sus negocios, pues había ya dejado su última droga. La había usado mucho y su efecto no era el mismo. Se ponía roñosa y no era de buena digestión; además, la mentira era insostenible. Había que eliminarla y él sabía bien como hacerlo. Solo debía dejarla morir en su agonía, al no tener ya nada que se le pueda despojar. El no podía asesinarla por si mismo, por supuesto, ya que eso mancharía sus manos, y pues, nadie quiere a alguien ensangrentado con quien volar. El le dejaba esa sucia tarea al portador de bienes, pues, a la misma víctima. Juan dejo de alimentarla, quitándole importancia, ignorándola y haciéndole torpezas adrede, a la vista inocuas, pero por dentro, como una daga dentro de un oso de peluche, punzo-cortantes. Al poco tiempo, ella, desangrada e inmersa en la locura de la desesperación, empieza a delirar y a perder –más- la razón, haciendo un patético y deplorable espectáculo, el cual terminaba con ella en el suelo, sabiendo que solo quedaba jalar el gatillo de la relación hacia sí misma o simplemente, debido a su desahuciado estado, disparar contra -el holograma de- él. Alejandra corta su relación con el hombre. Luego, estando ya muerta, para salvaguardar su honra y su conciencia, Juan la descuartiza -para una mejor eliminación de los hechos- y la entierra en el mismo lugar que él creo –en ficción- para que ella viviese. Era como desechar un guante de látex, usado y sucio, siendo arrancado de la mano del promotor por su revés, dejando las manchas de sangre por dentro, y envuelto, sería olvidado en los tachos de basura clasificados según su tipo. El siempre cuidaba su medio ambiente, su mundo; no podía permitirse ensuciarle de restos de distracción. Por fin, el asunto estaba arreglado. Había finalizado con éxito.

Dentro del mundo de las mentiras existen reglas. Reglas que no se deben quebrar ni burlar. Una de esas reglas, y unas de las primeras también, era el No apilar. Una mentira nunca debe ir encima de otra. Es decir, mentir sobre lo ya mentido era fatal; poner una mentira sobre otra, solo daba el prominente riesgo de que se desmoronen todas y caigan al suelo, revelándose por completo sus contenidos y porqués. Las mentiras deben ir una al costado de otra, yuxtapuestas, aisladas entre sí. Para cada cosa –para cada droga- solo debe existir una sola, estructurada y sólida mentira, capaz de aguantar el peso de la ficción –y la fuerza de la fricción también-. Era mejor así, todo ordenado y en su sitio. Cada mentira debía tener un espacio libre –sea de ficción o no- para que la droga se desarrolle por completo y pueda alcanzar su máximo efecto; debía tener un mundo, o mejor dicho, un planeta, ubicado siempre cerca para ser monitoreado. El engañado debía sentirse como en casa. Esa era la mayor ilusión ajena. Por cierto, cada mentira tenía un tiempo de duración, una fecha de caducidad y era susceptible al ambiente, ya que un cambio repentino en este último podía alterar su consistencia física. He ahí la importancia de la solidez. Mientras más sólida, más fuerte será (la mentira) ante un eventual mal tiempo en el universo de las drogas.

Haciendo un conteo y una retrospectiva general, vista desde arriba, llamémosla “omni-vidente”, Juan tenía una curiosa y muy bien acomodada “suerte para los negocios”. Desde el inicio de su vida interpersonal con el sexo opuesto, nunca faltaron las fuentes, sobre todo cuando tenía las manos ocupadas y llenas. Como solía ocurrir, cada vez que se drogaba, aparecían más y más drogas a disposición; algunas brotaban del suelo luciendo inocentemente su imaginación, y otras, caían del cielo buscando el castigo eterno sin intenciones de pedir redención. Se podría decir que, dentro del inicio del citado trato interpersonal hasta el presente de este cuento, –en ese primer mundo- hubieron tres etapas: La etapa del ejercicio de la iniciación -propiamente dicha-, la etapa del desarrollo del gusto (preferencias) y los sentidos y, finalmente, la etapa de la codicia. La primera etapa se resume en una sola pregunta: ¿De qué se está hablando? por causa de lo bisoño que era él en el nuevo mundo. Sabiendo el que, sobrepasa ese periodo, habiéndole tomado unos buenos tres años de religiosa lectura y estudio a los libros, felizmente de diferentes y variadas materias; pero siempre leyendo un solo libro a la vez. Luego, simplemente supo que eso era lo que le gustaba, lo que quería; no había mejor calmante que una anestesia. Consumía todas las drogas posibles. La biblioteca de Juan –su mundo- tenía forma, estructura e iba creciendo rápidamente.



- Alo, ¿Lucrecia?

- ¿Juan?
- Si, soy yo. ¿Qué harás más tarde? ¿Podemos vernos?- Adusto en su forma hablar, responde Juan.
- No te había reconocido. Que bueno escucharte…
- No puedo hablar mucho Lucrecia ¿Qué me respondes?
- …Bueno, tengo que verlo más tarde, pero puedo decirle que tengo que hacer unas cosas y que no lo podré ver. ¿A qué hora y dónde?
- Donde siempre, a las veinte horas.
- Ok, no hay problema ¿Estás bien? - Te lo explico luego mejor. Cuídate, nos vemos, ¿si?
- Ok, cuídate. Un beso.- Finaliza por su parte la mujer.
- Que sean dos.
Era una profesional. Sin duda se había convertido en toda una profesional, y eso a él le maravillaba.


Juan, ante la falta de hogar al haberse apartado de Beatriz, se encontraba en la calle y con las manos vacías. Debía encontrar un lugar donde vivir. Mejor dicho, al menos donde pasar sus noches, ya que drogas de poca monta, no daban esa sensación –alucinación- de estar en casa. Eran meros souvenirs de trabajo. Echó un vistazo y no vio nada, más que tugurios, rentas sucias y pordioseras. De repente recordó, gracias a un grito de la calle; alzó su cabeza hacía arriba, cerró los puños y, abultando la mirada, gritó "¡Sí!". Rió apestosamente, mientras seguía caminando hacia casa. Tenía él un lugar donde quedarse mientras conseguía de vuelta su hogar, mientras estaba la puerta de entrada clausurada, en tela de juicio. “¿Cómo pude olvidarlo?” se decía a sí mismo. Contaba con un lugar relajado, espléndido, exótico y paradisíaco, apasionado y ultrajante al mismo tiempo; con las modernidades competentes. El sitio era compartido a medias con una mujer con la que hacía piruetas no-mortem. Ambos rentaron su “propio ambiente”, trabajando a la par, pagando a medias los costos –en caso de tener que hacerlo- y gozando de sus servicios ilimitados. Lucrecia fue una ex pareja que había tenido Juan a mediados del año dos mil tres. Él la había dejado por razones inconclusas pero, para ese entonces, con fundamento, después de haberse aburrido de ella y de haberle despojado de lo que tenía. Lucrecia nunca se llegó a enterar de lo que fue realmente, una víctima, una “V…de venganza”. Ella, precisamente, en desquite por su depreciación, al poco tiempo inicia otra relación de la cual nunca llegó a pensar que le duraría, siendo este, en un inicio, objeto de venganza; en consecuencia, (Juan y Lucrecia) dejaron de verse mucho tiempo. Posteriormente, debido a todo ello, el rencor que había por parte de Lucrecia hacia Juan fue desapareciendo, hasta que fue nulo; pasaron a ser amigos, muy amigos. Para esto, ya había transcurrido un año y Lucrecia tenía el rostro cambiado, con los ojos rojizos por los deseos acaecidos de venganza, pero avispados ahora, por saber que lo bueno comenzaba después de haberlo perdido todo. En los últimos meses, entre Lucrecia y Juan, había una deliciosa confabulación. Ambos tenían relaciones serias por separado e independientes, no obstante, compartían ellos el “calor humano”, escabulléndose entre las habitaciones de una casa-fiesta civil, en el baño de un antro, entre un pasadizo que lleva a las escaleras, en una esquina, entre el tumulto, en las penumbras, sin que nadie lo notase. Muchos comentaban desconcertados, curiosos y especulativos: “¿Qué hacen esos dos juntos por aquí? ¿No se supone que tú tienes a fulana y tú estás con zutano?” y ellos respondían con fulgor y galantería: “¡Solo somos amigos! ¡Qué imaginación la tuya! ¡Él/ella es como mi hermano/a!”. Y en verdad tenían razón. Ante los ojos del público, a pesar de las especulaciones, en efecto, no había nada, más que solo una habitual amistad. En el fondo, muy fondo, Lucrecia nunca dejó de sentir algo de él y, cuando Juan se le acercó de nuevo, por primera vez después de mucho tiempo, ella lo rechazó en duras tientas, tratando de no ser abatida estando él de pie. Tiempo después, a pesar de estar ella bajo el mando del zutano, cayó irreparablemente luego de unos seguidos intentos, como si le reconfortase llegar a casa -a su verdadera casa- luego de mucho tiempo y no supiese si tocar la puerta o irse, teniendo voraces e intensos deseos de que le entregase la vida de nuevo –la que un día él se la llevó-, para que se lo arrancase otra vez.
- Y bueno, así fue. Ahora estoy en nada. Te extrañaba en realidad- Afirma Juan mirándola fijamente, insinuante como siempre lo era con ella.
- Yo también te extrañé, y mucho. Y claro -dice ella entre risas- ahora vienes conmigo a usarme.
- Eres máxima y lo sabes. Vayamos a tomar algo, ¿si?
- Mejor vamos a mi casa. Allí podemos conversar a solas.
- Perfecto. Me encanta la idea.- Ambos, riendo juntos, se abrazan y esbozan un pequeño beso, rebosante de liviano y etéreo encanto.- ¡Eres perfecta!- Enfatiza el hombre.

Lucrecia, en realidad, había dejado de ser una droga para Juan, para ser una droga práctica. Había dejado de ser un negocio, para ser ahora una socia. Eran dos socios que disfrutaban de la vida moderna y del placer que ello representaba. El amor, era algo que se hacía en libertad. En una desvergonzada libertad de juventud.
- ¿Qué le dirás a él?- Indaga Juan, caminando por la recta final que da paso a la casa de Lucrecia, esperando ser, por una vez más, maravillado con la habilidad escondida e innata de ella.
- Que me quedé haciendo unas cosas en el trabajo de mi mamá. Él sabe que de vez en cuando la apoyo y precisamente (zutano) no tiene la confianza de la familia como para poder llamarme a la oficina. Y si me llama al móvil, lo puedo distraer con facilidad, diciéndole que ando ocupada y esas cosas.- Responde ella con frialdad, fumando el cigarrillo que compartía con Juan.
- ¿Y si te piensa recoger?- Dice el hombre elevando el nivel de los supuestos y ramificando más las posibilidades.
- ¿A la oficina? Pues le digo que me quedaré hasta que mi mamá esté aquí, y que ella misma me llevará a casa.
- ¿Y ella está ahora en su trabajo?
- Sí, y tardará.- Dice sonriendo con picardía la mujer.
- No vaya ser que llame a tu casa y conteste precisamente tu--
- No- interrumpe Lucrecia- No pues...de ninguna manera.
Al entrar ya en la casa de la mujer, esta última tira su bolso negro en los muebles encuerados, camuflándose este por completo, y entra a la cocina, buscando alguna nota de su madre en la puerta del refrigerador.
- Bien, bien, bien...- ríe el hombre, tratando de darle más fuerza a su voz desde la sala-¿Y si él (zutano) está afuera, ponte, con su auto, esperándote a que llegues (a casa) o esperándote a la salida de la oficina?
- ¡Jamás! Sabe muy bien que me enojaría con él y que pensaría que desconfía de mí. Me sentiría ofendida.
- ¡Perfecto! ¡Perfecto!-Exclama en concupiscencia.
- Además, él no maneja otro auto que no sea el suyo. Es muy quisquilloso.- Responde la mujer, riendo detenidamente, en son de burla hacia su estimado novio regordete.
Juan, con un profundo confort, se sienta en unos de los muebles de la sala y ve salir de la cocina a Lucrecia. “Que mujer. Por todos los rayos, que mujer…” Pensaba. Tenía el cuerpo de un dios pagano y delgado, con una silueta maldecida y envidiada por las mujeres de torso ancho. “Vaya pequeño busto por el delicado capricho” se dijo a sí mismo. En eso, ella se detiene y se apoya en la puerta, con una mano en la nuca y otra en la espalda, a la altura de la cintura, dejando a la intemperie su ombligo, tan segura de sí misma que se podría decir que hasta era otra mujer. Y en realidad lo era. La Lucrecia inocente había muerto. Y caminando lentamente hacia Juan, comienza a dar luces de sus maravillosos dotes para el juego.
- Cuando me contaste lo que hacías para que encajen tus coartadas, me sorprendí. Pero me di cuenta, que en mi caso, hacerlas, eran mucho más fáciles.- Dice Lucrecia.
- Y lo es, por supuesto. Como mujer tienes todo el beneficio de la duda.
- Tienes suerte de que contigo no use eso.
- En una relación como la nuestra- dice Juan-, solo como la nuestra...no pueden haber mentiras. Somos una sociedad anónima y secreta-. Al terminar Juan de hablar, Lucrecia ríe. Ella revela el contenido que había en una de sus manos, precisamente la que llevaba por detrás. Era un mensaje escrito por su madre, afirmando su lejano arribo a casa esa noche y aseverando la cercanía del juego del tiro al blanco. Ambos ríen. Pero, luego, el hombre retrocede unos pasos colocando las manos adosadas a la cintura y quedándose en esa nueva posición.
- ¿Qué sucede?- pregunta ella preocupada.
- Nada.- Juan esboza una sonrisa, luego de haber pasado por su cabeza la imagen sexual de Beatriz, y producto de ello, ambos ríen otra vez, pero ahora, descontroladamente. El equipo del éxtasis, surtía efecto.
Lucrecia se acerca y lo toma (a él) de las manos, sintiendo que él no quedó muy contento con la idea. Al cabo de unos segundos, da la vuelta y se abalanza hacia el hombre, empujándolo hacia el sofá, haciendo que este último la aprese entre sus brazos al caer. Ella se inclina, aún presa, hacia unos de lo lados y permanecen así, tomando después un suspiro de silencio. Luego de tal, ella se vuelve hacía él, mientras cruje el sofá en el cual se recostaban, y lo besa, sintiéndose tal o más que cualquier otra mujer, sea de casa, o sea de guarida. Sentía el placer de controlar su mundo con su codicia y astucia, abriéndose camino cortando cabezas ajenas de hombres y riéndose -en burla- de las ínfulas que estos le propinaban, a manera de cortejo. "¿Para qué? ¿Para qué más?" Se decía ella a sí misma. "¿Para qué más si ya tengo a los dos? Todo lo demás que podría haber será de más. Será casi gracioso". Tenía ambas caras de las monedas: El Hombre que es y el Hombre que aún era. El futuro seguía siendo gracioso.

Como tal se dijo, en el día cero –su día-, el encuentro se hace realidad entre Juan y Beatriz. Las cosas vuelven a su normalidad y se percibe de nuevo la calidez del hogar, donde la memoria era como costras-soldaduras, de esas que nunca perecerán. Juan sentía el regocijo y la paz que daba su pecho (de ella), digno de un ser probo y de sanos pensamientos. Al tocar su piel, lentamente, sentía como se le impregnaba el olor a sus manos y a sus dedos. Era un olor a crema, como a leche materna; como a frutas frescas, de altas cosechas. Al suspirarlas –ya que eso era lo que provocaba-, la mente de Juan veía caer un trozo de mantequilla en una sartén caliente, derritiéndose y desatando pompas olorosas de belleza imponente. De nuevo estaban juntos, como una vez lo juraron. Juan se sorprendía al estar en sus brazos. Ese profundo malestar que le provocaba y que le terminaba gustando, sin punto para comparaciones.
Estando ya en su hogar, Juan se siente como en casa y disfruta de la dicha y la victoria. Merodeaba sus recuerdos de único dominio y daba vueltas en el lecho de la imaginación, acariciando como en otra noche la anatomía del triunfo. Atándose una venda en los ojos, dejaba que su nariz y sus dedos le indiquen los polos de su mundo, a manera de repaso. Marcando la distancia entre meñique y pulgar, en el plano, desde el centro de gravedad, llegaba al núcleo de su tierra y visualizaba, fantasioso y pregonero, los frutos maduros de una cosecha de años de maceración. Lo conocía por completo, mas solo faltaba conocer su interior: Las entrañas de la tierra fértil y las temporadas de marea alta.

“¿De dónde proviene tanta inocencia? ¿De dónde proviene tanto amor? ¿De dónde nace toda esta ignorancia? ¿Por qué es tan blanco su fulgor? De donde yo vengo, no hay esperanza. En donde yo vivo, hay amor. ¿A caso tiene lógica ser tan cabrón, como lo soy? ¿En qué momento me hice acreedor? ¿En qué momento llegó su bonanza? ¿En qué momento me hice su varón? ¿En qué momento llegó su confianza? Ser lo que soy, después de tanta matanza, genera desgracia y quizá ese sea mi perdón”. Cada vez que sus noches, lejos de casa y siempre en madrugada, se reeditaban y deambulaban; cada vez que trataba y conversaba; cada vez que veía ojos que, en el afán de llamar la atención, se adornaban y con el alcohol se retocaban más y se excitaban; cada vez que se acercaba o lo abordaban; sabía que cada vez más era su apetito por “eso” que del cual casi nunca mencionaba ¡Sus deseos carnales lo delataban! No podía frenar tan inmensos suscitares y tan atrayentes manjares. ¡Todo sirve! ¡Todo pasa! ¡Todo es posible…! Mientras orden haya.


En el transcurso hacia el lugar pactado, Juan sacaba cuentas. ¿Podría ver a la mujer, avanzar algo y volver a las veintiuno o veintidós horas para ver a Beatriz? Ahora que las cosas con esta última iban mesurablemente bien, debido a la fresca reconciliación que los unía, Juan no podía darse el lujo de hacer desmanes a gran escala. Debía trabajar en silencio. En “virtud” a ello, luego de un cuarto de hora, Juan llega al sitio minutos antes de la hora indicada. Trataba de encontrar entre la muchedumbre de gente un cuerpo que encaje con una figura cuadrada, matizada en tintes negativos y de bordes gruesos. Ya estaba oscureciendo y las luces del lugar se encendieron. Mientras seguía sacando cuentas y analizando probabilidades, supo de inmediato que había estado equivocado con la idea de la multiplicación. Diana se acercaba, dudosa también, pero con una mirada fría y penetrante, como si fingiera una indiferencia a dicha actualidad. Era delgada. Aun más delgada que Lucresia, pero no del alto nivel de ortografía que esta última poseía. Eso no fue impedimento para que en Juan, automáticamente, se forme un deseo veloz y de anchas probabilidades. Se repasó los labios con su lengua y las conjeturas de la virtualidad de su acto, se hicieron, de nuevo, trizas olorosas. De repente se saludaron y buscaron rápidamente un lugar para sentarse. Al observarla, tenía la impresión de que ella se había despegado de su imagen virtual -que colocaba en su perfil de Internet-, siendo un mero y sombrío reflejo de su moderna personalidad. Tenía un aura, si bien es cierto, sosegado, pero a la vez oscuro, irónico y gélido. Juan sintió un poco de temor y de desatino al verla, al no ser lo que él imaginó que sería; pero al conversar, percibía la contundencia de sus palabras y el pragmatismo de su ideas. Eso era lo divertido entre las no-civiles. La charla se extendió por largo rato, como una hora quizá, y de pronto ambos sintieron la resequedad de sus gargantas y la necesidad de llevar su delectación al otro nivel, haciendo una de las cosas que más adoraban. El alcohol empezó a fluir, de lo más soso a lo más complejo. Sin darse cuenta, ambos estaban sentados dentro de la casa de la susodicha, en su sala, tratando de seleccionar un nuevo tipo de licor. Recordó en ese instante, las ganas puestas sobre Diana en el momento que la vio. Su lengua hizo el mismo ejercicio con sus labios y sus ojos sin titubeos quedaron clavados en los –ojos- de ella. La mujer intentó hacer lo mismo, y aunque parpadeando, no los despegada del hombre. Pero, sin embargo, el castillo de melosa no duró mucho. Juan recordó a Beatriz y supo que, desde que llegó a ver Diana, habían pasado al menos tres horas. Él, fingiendo dejar el vaso en la mesita de la sala para servirse más licor, mira su reloj y queda atónito. Era casi la media noche.
No muy lejos de ahí, Beatriz empezaba a sentir el rigor de la inexistencia. Juan nunca había aparecido ni a la hora ni en el lugar pactado. No tenía tampoco medio alguno como para contactarse con él, ya que este no tenía ni su móvil, producto de un inexistente robo. Empezó a dar vueltas y vueltas entre las calles de su barrio, siguiendo las mismas revoluciones que la de su cabeza. La desesperación, mas no la desconfianza, hacían de Beatriz una presa hecha y presta. Ella temió lo peor. “¿Le habrá pasado algo malo? Él no desaparece así no más” se decía Beatriz. Empezó a preguntar a quien se cruzaba en su camino por el desconocido paradero de Juan o si en caso lo habían visto. En realidad, Juan nunca pasó por casa ese día. Antes de terminar sus clases, salió directo rumbo al lugar pactado, obviamente listo y preparado para el evento y de sus posibles desenlaces.
De vuelta en la selva, el animal tenía a la victima entre sus piernas disparejas, mordiendo su vientre descubierto de la vellosidad de su carne, previamente arrancada. Los hilos de su lanosidad eran de extra finura y de una categórica calidad, dentro de la coyuntura socioeconómica de los negocios. Su carne era discontinua, rasgada y maltratada por el tiempo. Él podía ver claramente las marcas de los dientes de bárbaros precursores, esos de la rauda muerte; podía ver las manchas indelebles de fulgores ultravioletas y algunos camuflados. La figura geométrica en su mismo vientre y en su misma espalda, en forma de estrella, hacían unos ángulos sorprendentes y equiláteros, originando el desacato de los sentidos conservadores. Precisamente, del mismo modo, ver esa espalda en ángulos rectangulares, era la gloria de ser, a su vez, el mismo, un poliedro regular; con sus propias marcas, mas no rajas, de su propia espalda. De esos rasguños que en días de goce ajeno y adverso fue presa, más nunca tocaron la congruente tinta negra de su espalda ligera. Pero, como todo mundano, tales rasguños se le iban borrando de todos sus músculos hasta desaparecer a ciencia cierta, gracias a la testosterona. “¡Bendita testosterona!” Él decía. Todo era azotado y reducido en el nuevo espacio en el que se encontraban, inmersos en los interiores de su holgado lar. Las últimas gotas de sudor empezaron a caer en el mueble, brillando y parpadeando al son del baile improvisado. Juan se le quedó mirando, emanando lo que le quedaba de aliento, cuando de pronto un portazo se escuchó desde no muy lejos. Unos pasos se sintieron venir hacia el claustro en el cual habitaban.
- Es mi hermano.- Dice Diana totalmente paralizada, con la espina adentro.
Juan la mira, reprendiéndola con la mirada, haciéndola responsable de la situación y dicho sea de paso, de la jugosa redada. El no tenía buena suerte, por lo general, con los vetustos de sangre. Eran demasiado exigentes e hipócritas. Por lo general estos, también, no tenían sangre en la cara para confrontarse con él, ya que todos, de alguna forma, estaban dentro del negocio. Juan empezó a renegar.
- ¡Silencio!- Dice la mujer musitando.
En esos instantes de calor y sudor frío, los jóvenes no se miraban. Ella miraba a la puerta, doblegada y escondida entre sus piernas, y él, de pie y esperando tomar un merecido descanso - no sin antes haber terminado su tarea-, miraba los libros a su alrededor. El tipo este se detuvo en la puerta y por tres segundos no pronunció palabra alguna. Hasta que dijo la palabra clave.
- ¿Diana?-
- Si, dime.- Dice la mujer con tonos de molestia.
- Ya estuvo bueno, ¿No?-
- Ya ya.-
La ironía de la liliputiense conversación solo llevaba a pensar a Juan una cosa: “Esta casa es una jodida trinchera”.
Para cuando despertó Juan, ya estaba en su hogar. Era mediodía y había un sol extemporáneo, perdido entre los albores de un crudo invierno. El hombre miró a su alrededor y se paró de inmediato, revisó su móvil y vio una llamada perdida de Diana. Inmediatamente lo apagó y salió en busca de Beatriz. Camino a tal, se cruzó con varias personas de su barrio, los cuales le advirtieron que su novia lo había estado buscando por todos lados. Cuando la encontró, sabía que decir. La coartada era perfecta, mas no indolora. Ella precipitó su llanto, adolorida por el desasosiego de su extraña desaparición. Era inútil resistirse a su congoja. En ese momento recordó esas lágrimas que semanas antes habían compartido y que quedaron como un hito dentro de su comunidad dualista, como el inicio nato de una sexualidad cristalina y límpida; de la mayor pureza y pasión acalorada. El recuerdo de dos seres desnudos y vivos, visualizándose el uno al otro, tocándose con la mirada y besándose con los dedos, derrochando apologías a su insuperable y singular idilio espacial. El rubor de la vida misma lo había ensimismado esa noche, sólo y por supuesto al estar en casa. Juan sentía miedo, ya que su consumo hasta ese entonces era inconmensurable. No quería ni imaginar la cuenta –en el supuesto caso que deba pagarla-. Había tenido hasta el momento, tres negocios de gran envergadura –dentro de la era de la comunidad- y pronto, quizá, serían cuatro; sin contar con el tráfico semanal de rutina, que por cierto, era mucho más sencillo de conseguir. Esas cosas vienen –más- por si solas. Pero, Juan rápidamente dejaba a lado sus despreciadas ideas de subversión enemiga –ya que eso era inaudito para él- y sus ínfimas posibilidades de parar toda la máquina. No podía quedarse quieto y sentado; tenía siempre que estar en actividad y de pie.
En los días siguientes, Diana mostraba un peculiar interés por continuar con los encuentros. Juan andaba algo mal humorado. “¿Qué se puede esperar de una puta bifurcada?”. Pero una idea entró a su cabeza. “Le voy a demostrar que al final solo hay un camino para las mujeres. Y ese camino conduce hasta aquí (con los hombres)”. Al poco tiempo, formaliza su relación con Diana, con tan solo unos días de haberla conocido –físicamente-.

Los días pasaban rápido y los deseos también. Juan ya andaba pensando en como iría a deshacerse de Diana. Se encontraba tan de mal humor que era capaz de matarla en un instante, pero no quería ganarse enemigos. Ella podría querer morir junto con él, a manera de venganza, ya que su muerte sería inevitable; podría revelar verdades ficticias y denunciarlo ante la autoridad moral de su propia sociedad, generando sospechas e indagaciones innecesarias hacia su persona y que al final sólo le quitaría tiempo, mas no, valgan verdades, rayas al tigre. Él no iba a pagar un gran precio por algo de segunda mano, por algo usado, por algo que bien podía conseguir gratis en la calle con tan solo escarbar un poco y haciéndole un favor al ecosistema, reciclando un poco de materia consumida; además, él tenía un hogar de primera mano, siempre presto a estrenarse aunque él, aún lo dilate. Es por eso que Juan no podía dejarla viva de ninguna manera, a pesar de que con ella la vida era práctica y siempre de batallas épicas."Es un espécimen que siempre recordaré, pero no puedo dejarla viva y mucho menos morir junto con ella. Debo de encontrar la forma adecuada para hacerlo”. Juan sabía bien que una de las mejores formas de desligarse era salir corriendo, en excusa, como una apacible víctima. Él debía buscar la manera de hacer que la mujer se vea forzada a buscar algunas probabilidades externas, como si fueran calmantes. Al principio no veía cómo, ya que Diana tenía un comportamiento impecable, difícil de creer en no civiles como ella. Buscó indicios, pistas que lo lleven hacia las ocultas verdades. Pero ella estaba limpia, no tenía drogas. "Tengo que quitarle el pan de la boca. Sentirá la necesidad de hacer negocio. Tiene que alimentarse. Y así pasó el primer mes, sin ningún problema.

Juan ya había iniciado el plan y deslindaba el camino hacia la destrucción de las raíces, de los nexos. Veía desde su punto la luz que brillaba intensamente a una distancia no muy lejana, llamándolo a escapar y a dominar de nuevo el universo. El corto plazo se vencía y ya no quedaba más remedio que aplastar los palitos. Poco a poco Diana se sentía desplazada, aunada a sus miedos y a viejos errores. Se preguntaba constantemente porqué actuaba así, porqué tenia que disimular el disguto de no tenerlo cerca y que prefiriese obviar sus cálidos encuentros. Pues venía rechazando sus reuniones de amistades compartidas, sus salidas a eventos y negándose extender los pocos tropiezos que tenían.

Diana no tardó mucho en tomar sus revanchas. A buena hora, Juan empezó a enterarse de ciertas tretas de la mujer, para hacer algunos pequeños negocios junto con ex amantes. Aplicaba las matemáticas cuando se quedaba pálida, producto del exceso de estupefacientes; cuando deliraba luego de ingerir alcohol o cuando simplemente bajaba su guardia. Él encontró las pruebas en la mensajería de su móvil y las hizo fehacientes al leer su diario, camuflado entre sus revistas y al costado de Movimientos campesinos. Un día lunes, ya en un avanzado nivel etílico, Diana hablaba en voz alta y su adormecimiento físico-mental era notorio; empezó a quedarse dormida. Juan, con intención de despertarla y seguir con la rutina de todas las noches de soledad paternal, coge su móvil y llama al teléfono de Diana con identidad numérica anónima. Para sorpresa suya, el móvil no sonó."Silencioso o vibrador” se dijo a si mismo. “Recién se está empezando a dormir. Es imposible que no sienta el vibrador”. Sin más dilación, Juan se paró y se acercó al sofá individual donde ella se sentaba y de nuevo marcó su número. No escuchó nada, ni siquiera el movimiento del teléfono. Acercó su oreja a su cintura y tampoco escuchó nada. Antes que despertase, bajó un poco el volumen de la música que no lo dejaba escuchar bien y esta vez puso su dedo suavemente en el teléfono, por encima del bolsillo de su bata. No sintió nada. “¡Ajá! El viejo truco de los teléfonos silenciosos, ¿eh? Definitivamente, los viejos trucos son los mejores”. Juan se sentó de nuevo para retomar la charla con Diana, no sin antes proponerle cambiar el licor por cerveza. Necesitaba más agua que alcohol. Ella se despertó y vio la hora de su móvil, sin inmutarse por completo por las llamadas perdidas.
- ¿Me traes cerveza mejor?- Dice Juan sin dejar de observarla.
- Sí, claro.- Responde la mujer con una sonrisa en la boca. Ella se para y camina con dirección a su estudio, donde estaba uno de sus varios teléfonos domiciliares. Juan creyó escuchar voces, como si conversara, pero la bulla no le dejaba escuchar con claridad. Al minuto salió y fue por las cervezas. A medida que pasaba el tiempo, Juan esperaba lúcido y paciente a que la mujer se durmiese. Más tarde, ya cuando la mujer no pudo más, contó los números y usó las matemáticas. Tenía ahora dos maneras con las cuales podía eliminarla: Encararla, hacerse la víctima y matarla él mismo o mandarla a matar. Las ideas no dejaban de fluir.

Juan pertenecía a una familia numerosa, en la cual tenía hermanos y hermanas. Algunos de ellos, que aún vivían junto a él, eran negociantes también -en su gran mayoría hombres-, pero entre ellos había uno muy peculiar; un hermano con el que solía hacer negocios en conjunto y/o trueques; un hermano de respaldo, los cuales solían ayudarse siempre y encubrirse en sus sociedades anónimas. Si bien es cierto que su hermano era también un drogadicto acérrimo –muy bueno para los abordajes a civiles-, el sujeto era conocido por su carácter sentimental a la hora de hacer negocio, ya que tenía la tendencia de compenetrarse demasiado con sus víctimas, haciendo de este una víctima también. Su punto débil era el exceso de confianza. Pero había otra cosa que de la cual Juan tenía presente. A pesar de que Max era su hermano, Juan no confiaba en él; Max era un tipo codicioso, capaz también de hacer cualquier cosa por conseguir sus bienes. En favor a ello, Juan decidió darle como obsequio a su hermano a la mujer en cuestión, y hacer de este el nuevo victimario, no sin antes demostrarle a Diana el camino hacia la realidad. Este presente le haría ganarse –más- el respeto de su hermano mayor y reafirmaría (a Max) su contundente superioridad para hacer que los negocios no solo se hagan, si no prosperen hasta llegar al éxito total. El resultado del traspaso de bienes no era de mucho interés para Juan, ya que lo único importante para él era el hecho de desvincularse por completo del negocio y de la manutención del feudo. No quería tener deudas con la mujer.
Para antes de la tan ansiada transferencia, Diana empezaba a sentir el rigor de la inexistencia. Sentía que el hombre se le estaba yendo y que, quizá, tendría que volver a sus desesperadas opciones abiertamente preferenciales. Ella sabía que él no disfrutaba mucho de las comodidades civiles que le brindaba y que con eso no lo iba a poder retener, así que empezó a celarlo y a juzgar los lapsos de tiempo que él le dedicaba que, si bien es cierto, eran escasos. Ella decidió darle otros tipos de comodidades, las que él desease, ya que las conocía a la perfección y no le costaba trabajo alguno poder brindárselas; era más bien, todo un placer. Las noches de alcohol, estupefacientes y de sensaciones extremas eran largas. Dentro de esas actividades, sea en solitario –para la pareja- , sea en grupo, sea en su casa o en antros nocturnos, no faltaba la presencia de Max. Ella tenía en cuenta el “afecto” que tenía Juan para con su hermano mayor, y si él (Max) no estaba en compañía, pues, se le daba la compañía; claro está, del momento. Poco a poco fue entrando más el futuro dueño de la hacienda infecunda, hipnotizado por las comodidades vanas que generaba la mujer de gustos multicolores. Dos semanas más tarde –y casi tres meses después del inicio de la relación con Diana-, Juan estaba ya libre totalmente del polvo y paja de la muy andada mujer. Era hora de permanecer en casa, en el seno de su hogar.
En los días de permanencia en su hogar, Juan se sentía como un niño en los brazos de su madre; acogido siempre y sin preguntas después de un mal obrar o de una inocente travesura. Sentía la felicidad y por primera vez sintió los vestigios de un orgullo pulcro y hasta incluso, libre de castigo. Todo era perfecto en el hogar. Todo parecía tener sentido. Todo era fenomenal. Pero, nada puede ser perfecto; mucho menos para un enemigo público. Un día, mientras Juan iba camino a casa en vía a encontrarse con Beatriz, después de clases, encuentra en su mujer un rostro diferente. El no supo porque, pero al solo verla se le escarapeló la piel y sus manos empezaron a sudar frío. Temió lo peor. Al caminar por las calles, notaba en Beatriz un aire de superioridad y omnipotencia, con suma frialdad. El se secó las palmas de las manos con el pantalón, disimuladamente, mientras subían por las escaleras hacia el último piso. Ambos se sentaron en un rincón de las gradas, a las afueras de la casa de Juan, como siempre solían estar dentro de su barrio.
- ¿Vienes de estudiar?- Dice Beatriz mirando al suelo, con un notable miedo al hablar.
- Ehm…sí, claro. Justo hoy tuve una práctica. Que por cierto no la di mal. Me vino justo lo que había estudiado, felizmente.- Responde Juan, tratando de irse por la tangente.
- Juan- Haciendo énfasis y entonando su voz, prosigue- dime una cosa. ¿Te has visto con alguna chica, últimamente?
- Pues…no. Al menos de las que tú no conoces, no.- Dice Juan, esperando ver un cambio de semblante en el rostro de Beatriz.
Beatriz, mantiene su rostro serio y apagado, quizá también, temiendo lo peor.
- ¿Estás seguro?
Juan empieza a sentirse acorralado, pero mantiene la calma. “En tanto tiempo y después de tanta mierda, nunca he fallado. Ella no tiene ningún indicio como para sacarme al fresco. Es imposible”. Pero nada es imposible cuando hay y se tiene desorden. Él estaba tan dopado que la memoria le fallada. Y siguió mintiendo, sudando frío, hasta enredar sus mentiras, por cierto.
- Sí, claro. ¿Por qué? ¿Por qué me preguntas todo esto, ah?- Aplicando un poco de molestia a sus indagaciones, dice.
- O sea ¿Estás seguro?- Insiste Beatriz.
- Desde luego.
Dentro de la mente de Juan algo quería precipitarse. Era una idea, un recuerdo. Pero no lograba visualizarlo. La memoria le seguía fallando. Estaba demente y recuerdo, a la vez. Empezó a sentir pánico. No sabía porque, pero intuía que debía sentirlo.
- Bueno, he salido con algunos primos, tú sabes, reuniones familiares.- Dice Juan.
- ¿Entonces han sido primas?
- ¿De qué estás hablando, eh? ¿Tienes algún problema conmigo?
- Respóndeme.
(¿Que obtendrá él, si fue peor?)
- Bueno, ahora que lo dices, en el tiempo que dejamos de vernos, me venía a visitar una amiga-
En ese instante, antes de que Juan pueda continuar hablando, Beatriz cayó al suelo, de rodillas, y empezó a llorar como nunca antes la había visto. Esa escena quedaría marcada por siempre en el demente recuerdo de Juan.
- ¡¿Qué te he hecho yo, para que me hagas esto?!- Grita Beatriz, intentando retener el llanto- ¡¿Qué te he hecho yo?!
- ¡¿De qué hablas?! Ella solo es una amiga. Es más, ya ni lo es. Dime… ¡¿Qué te pasa?!
- ¡Ya me contaron todo!
Juan no concebía la idea de que Beatriz pueda estar al tanto de todos sus negocios. “Es imposible. De ninguna manera” Pensaba el hombre.
- ¿Te contaron qué?
- Eso ya no importa, Juan.
- ¡Dímelo!- Dice el hombre, sujetando a la mujer de los brazos ante su intento de escapar.
- Un día, mientras compraba unas cosas en "La tienda de la luz azul", me encontré con una mujer que nos conoce y me preguntó si aún seguía contigo. Le respondí que sí. Que en efecto, seguíamos juntos. Yo le pregunté el porque de su pregunta y me dijo que te había visto con una chica, aquí, en nuestro barrio, agarrados de la mano y abrazándose y mucha más mierda. Yo no lo creí. Es más, yo le dije que era imposible, ya que tú estudias todo el día y que en las noches siempre nos vemos; eso no daba espacio como para hagas esas cosas. ¡Era imposible! Pero ahora sé que era verdad lo que me dijeron.
Juan quedó sorprendido. Había olvidado por completo que Diana había ido a su casa en varias ocasiones para ser trasquilada, a insistencia de ella y que también la había acompañado al paradero un par de veces, pasando por las calles de su barrio. Recordó lo pegajosa que era cuando estaba junto a él. “¿Cómo pude ser tan indiscreto? No debí traerla hacía aquí” Lo que decía Beatriz era cierto, pero por poco tiempo.
- Ya basta. Lo que te dijo esa mujer es pura mierda. Sabes bien que ella siempre se ha dedicado a hablar mal de la gente. Nosotros no somos una excepción y sabes muy bien que nos tiene antipatía. Esa chica, a la cual mencionan, no es nada más que una amiga que vino a visitarme un par de veces, para conversar y hablar de algunos problemas que ella tenía. Eso era todo. Después de eso, dejó de venir. Quiero que te pongas a pensar, Beatriz. ¿Tú crees que sería tan tonto, queriendo engañarte, de hacerlo aquí, a la vista de todos? ¿No crees que alguien que engaña haría esas cosas donde nadie lo vea? Si ella vino hasta aquí, fue porque yo se lo pedí. No tenía intención de moverme por alguien que no tiene importancia. Lo que esa mujer dice que vio, no habrá sido nada más que simples empujones que a veces me daba, después de que me burlaba de sus malaventuranzas con su novio. Mira, debes cre-
- ¡Pues vete a la mierda! ¡No te creo nada! ¡Ya no te quiero ver más, NUNCA MÁS!
Beatriz se zafó de los brazos sujetadores de Juan, pateándole la parte frontal de su pierna con la punta de su pie, y se marchó bajando las escaleras prácticamente corriendo. Él fue detrás de ella, corriendo también, hasta llegar a su casa y tuvo que detenerse, ya que él no podía asomarse de tal manera, en gritos marciales. Ella entró y todo quedó allí. Se quedó parado y agitado, con un intenso dolor en la pierna. Estaba sangrando.
El ambiente rojizo, en la otra cara del rojo, espeso y denso, empezó a formarse en su mente. Su cabeza empezó a tambalear, de adelante hacia atrás, de atrás hacia delante. Pensaba y dejaba de pensar. Pensaba y dejaba de pensar. Por alguna razón, empezó a percibir dolor, aunque lo que más sentía era miedo. Ese extraño dolor, enmarañado en el ambiente con efectos sepia, empezaba a caldear y también a hacerse físico. Empezaba a causar ciertos estragos, ya que empezaba a distraerlo. Veía borroso y no podía respirar bien. El futuro era incierto. El hombre temía lo peor. “¡No puedo perderla justo ahora, mi esfuerzo habría sido en vano!” pensaba. Pero se estaba mintiendo, ya que en realidad, sus interiores estaban ya hechos uno con los de ella. Estaba enamorado por primera vez, en tanto tiempo y en tanta mierda, pero él no lo sabía. Y aunque lo llegase a descubrir, no lo toleraría.


Un día despertó, con el malestar típico de un trago barato. Estaba echado e inclinado hacía un costado en una cama de azar. Había tenido un sueño terrible, una pesadilla. Soñó que Beatriz era perpetrada por alguien que no era él y que era una perdida, que sea había convertido en un enemigo público, haciendo y deshaciendo con la destreza que él mismo (Juan) tenía; eso era inadmisible. “Putamadre ¿dónde estoy?” y se dio la vuelta. Vio a la mujer y se asqueó. “Se suponía que solo la dejaría en su casa…” Y ahogo una risa. Mientras observaba el reducido perímetro y la sangre, recordó su sueño e inevitablemente vio en la mujer, su mujer. "¡Mierda!" Se dijo a sí mismo, sujetándose con fuerza la cabeza. ¿Qué obtendrá él si fue peor?





Paraesología

Todos somos un número. Para todo somos todos un número.
En cada cosa y para todo, somos todos un número.
En la tierra o en los campos, somos todos un número para todos.
Y vaya que esos números no mienten. Pues los números nunca mienten.
Me gustan los números porque siempre dicen la verdad, cuantitativamente.
Ellos me “cuentan” la verdad de otros. Entonces, para poder saber la verdad, no debo buscar a esta, si no a sus números. Los números me “contarán” la verdad.
Yo debo interpretar a los números, ya que estos tienen la verdad. La verdad aunque duela o cause felicidad.
Si bien es cierto, yo interpreto los números a mi forma de pensar. Pero aunque mi forma de pensar, diferente sea de los demás, nunca dejarán de ser los números ni las ocurrencias que un día se permitieron pasar.
La verdad es difícil de encontrar, o de poder por completo revelar.
Uno puede caer en la locura, intentando romper el cráneo de otras personas, al no llegar a penetrar. La locura genera más debilidad. Es un círculo vicioso, temible de parar.

Los números me contarán la verdad. Debo dejarme guiar.

Yo tengo uno. Tengo un número. Pero es de algo especial.
Es especial porque no es un número cuántico. Es un número símbolo e impar.
¿De qué es el número? Eso, solo yo lo sé y nadie más.
Por más que sepan el número, jamás sabrán la verdad. Mi verdad.
Yo no revelo mis números, a nadie. Al menos, nunca la exacta cantidad.
Es por eso que nunca sabrán toda la verdad. Claro, en caso pudiesen saber esa nimiedad de verdad, que adrede o de casualidad, dejo escapar.
No me será tan difícil contar, ya que (la gente) no es buena tratando de ocultar sus trastos y suciedad.
Solo debo ir contando y cada vez sabré más la verdad. Esta me llevará a ciudades extranjeras o quizá, solo a mi propia ciudad. Que te parece…empecemos a contar.
¡Hoy se inicia el conteo final!


12/20/09 10:00

diciembre 13, 2009

El conocimiento

Que aburrido.
Ya no quiero estudiar más. Ahora quiero trabajar, ya.
Me cansé de estudiar, no se puede estudiar más.
Ya no soy aquel estudiantil capaz y aplicado.
Quiero dinero, mucho dinero. Mucha ganancia.
Quiero gastar ese dinero y compartirlo con los herederos.
El olor de cada libro me lleva a recordar esos tiempos de escuela.
Ya no se puede estudiar más. Ya boté mis libros.
No quiero estudiar más.
Ahora…

"Quiero trabajar para ti"



02/03/08 19:53

diciembre 09, 2009

Versión 1.0 (2)

Con poco tiempo de vida y con el peso ajustando sus muñecas, Héctor delibera como ninguno otro, afrontando valiente y responsablemente el precio de haber reiniciado su vida. La casa esta desolada, desordenada, con una avaricia de platos rotos y de sangre. Sangre de ojos. Sudor de ojos. Los niños que un día se crearon y crecían en la mente fusionada de dos seres se esfumaron, junto con el jardín de atrás, las escaleras que llevan a la terraza, la hamaca debajo de la palmera, los graffitis en el techo principal, la flor al costado de la cama, las sabanas blancas de esta y el amor por la pureza.
Tenía en su boca, el sabor de su derrota; tenía en sus manos las manos de esta, escurrida pero sonriente. Bufona. A su vez, llevaba a una muñeca en su otra mano, escurrida del mismo modo, con cara de trapo pero encendida por el fuego que ocasiona la perfidia y también la derrota. Era él un guerrero minusválido que luchaba por una nación bifurcada, dividida, -repito- desolada. No era un trato justo pues la paga era mala. La misión: rescatar un cadáver entre los desechos de otras personas muertas en el anterior accionar del soldado cuando aun tenía la fuerza diestra.
El frío quemaba lo que quedaba de sus pies al caminar y el sol calentaba lo que quedaba de su cabeza a la hora pensar.
Sabía que lo peor de ser derrotado era sentirse acabado. Así que respiró doble; una bocanada para él y otra para el cadáver.
Empezó a escuchar comentarios y a ver escritos con pintura roja en las paredes de ciudades sin gente, en la que decían que era una misión imposible y que moriría en el intento, tal parecido o igual que en sus viejas piruetas mortales. La óptica de la misión era amplia; tan amplia que no se podía ver el margen de esta. Empezó a odiar su alimento: La carne de los ángeles caídos. Detestaba, ahora, lo que siempre había consumido. No hay una lógica aparente.
Así es. Mucho menos una cura aparente para su enfermedad y de la carga. Así fue como comenzó también a inyectarse morfina de la más barata. El dolor se menguaba y por momentos –mientras duraba el efecto de la droga- perdía la sensación de la enfermedad, pero luego dejaban efectos secundarios como traumatismos encéfalo-craneales, epilepsia, convulsiones, auto mutilación, espasmos nerviosos, sensaciones de ahogo, condición extrema a critiquizar, Amok, y demás alucinaciones extravagantes.

Es difícil estar fuera de lo creado y estar al otro lado de la valla, sentado en piedras angulares con formas de navajas, con olor a perfumes baratos y a pasto recién cortado.

- Tienes que permanecer más tiempo en casa muchachón.
- Lo sé, pero tengo que drogarme, si no, ni fuerzas.
- Ve, ve. Haz lo que tengas que hacer.
- Solo es para poder mover la máquina. Es todo. Detesto mi pobre alimento.
- Y pensar que de eso vivías (Risas).
- Si, pero ya no me hace las tareas.
- Ah, si pues.

"Tu deber era incendiar su alegría"


03/01/09 19:20

diciembre 04, 2009

Versión 1.0

(Por un momento me detuve a pensar y a tratar de entender como se operan los números)

Se que has aprendido a sonreírle a la muerte y que hasta has sido más cruel que ella. Aún recuerdo muy bien ese día. Estaba rojo, enajenado, sediento, ensangrentado y perforado por las agujas plateadas cuando me dije "He quemado hasta el mismo fuego y asesinado hasta la misma muerte". Ese día supe que había llegado al punto máximo y creí que nunca llegarías a nacer. Pero me equivoqué.

Años después naciste. Y no de mí, si no de todo lo contrario y precisamente de lo que después me asesinaría.
Mi muerte no fue rápida y fue la más cruel que se puede aplicar a un asesino: La muerte lenta. Así fue que, como yo, al borde de la muerte y en el ocaso de mi vida intempestiva, y tú, en el duro inicio de una vida apasionada, nos vimos las caras reflejadas por primera vez.

Sé que fue duro, lo sé, que tu madre muriera en tu alumbramiento. Sé que es una carga muy fuerte de llevar y de sobrepasar, con solo pensar que te dieron la vida y que el precio fue otra vida: La de la persona amada.
Empezaste a vivir –de nuevo, muy joven- e inmediatamente tu sangre perdía su color y se derramaba. Se dice que su primer amante no fue otro hombre, si no el mismo frío. El frío de sus puños en contacto con tus mandíbulas.
Sé también que hasta me culpas en gran parte de la muerte de esa persona, pero déjame decirte que yo, en ese entonces, no era solo yo, eras tú también; tus manos eran mis manos y mis víctimas las tuyas. Nuestra visión era amplía y lo veíamos todo.

- ¡¿Pero por qué no vimos esa mano sincera y altruista que nos daba ayuda?!
- Tarde.

La Madre murió con una promesa a priori de su muerte de revivir algún día. Desde ahí te quedaste sin hogar, sin un techo, sin palabras que poder dar y demás.
Pasó el tiempo y empezaste a caminar en cuatro patas para no sentir demasiado el peso de tu carga. No es saludable vivir de bajo de los puentes pero aunque sea no te mojas cuando llueve…pero sientes lo gélido de tu interminable estación.
Se te escucha aullar por el frío que ahora no te golpea, más te clava lentamente. Ahora sabes como es sentir algo no agradable que duerme contigo día y noche junto al frío. Tu cola acolchada (tu pasado y tus recuerdos) te ayuda a abrigarte.

Nadie sabe lo que hay allí detrás, porque simplemente callas para no escuchar lo que sientes. Nadie merece saber, por lo menos son pocos los admisibles. Además, ¿Buen motivo alguno para confesarlo y decirlo? No lo hay. (¿O si?)

Se que buscas un hogar, un techo, palabras que dar y demás. Sé que ha pasado el tiempo y quieres volver a caminar en dos patas en señal de haber desestimado tu carga. Pero también sé que desestimas los alquileres...y estimas la transparencia y la comprensión.

¿Alguien quiere adoptar a este cachorro?



- Yo también aprendí muchas cosas y sigo aprendiendo otras. Y claro que me arrepiento...¡Por qué pude haberlo hecho mejor! (Risas)
- Si, se nota...
- ¿Deseas que me encargue de todo?
- No.
- Cuando tú desees, llámame.





En verdad nunca pensé ser aniquilado por la víctima. Ahora solo tenemos la visión del vacío.


"¿Puedes ver el vacío?"




10/02/09 01:00